Cuando hace unos meses salió la noticia de que Facebook había pagado dos billones de dólares (con “b” de barbaridad) para hacerse con Oculus, la empresa líder en gafas de Realidad Virtual, la sorpresa fue generalizada. A fin de cuentas… ¿eso de la “Realidad Virtual” no era una falsa promesa que nos vendían películas de finales del siglo pasado? ¿Cómo es que ahora, de repente, vuelve a estar de moda? Una serie de preguntas que no tienen fácil respuesta pero a las que, como alguien que ha seguido de cerca la evolución de este tipo de dispositivos (conocidos formalmente como Head-Mounted Displays o HMDs) y uno de los primeros backers del proyecto Oculus Rift, voy a tratar de contestar en este post.
Lo primero y más importante es entender que la Realidad Virtual en sí no es algo que haya (re)aparecido de repente, sino que, como toda buena tecnología, se ha integrado paulatinamente en nuestra sociedad hasta convertirse en algo tan habitual que no somos conscientes de ella. Hoy en día, a nadie le sorprende ver complejos escenarios en los que es posible interactuar con elementos virtuales, ya se trate de una sencilla página web o un videojuego ultrarrealista. ¿Cuál es entonces la clave que ha hecho a Mark Zuckerberg sacar el talonario tamaño A1? En una palabra: INMERSIÓN.
Del mismo modo que los cinéfilos defienden que no es lo mismo ver una película en un ordenador o un tablet frente a una sala de cine bien equipada, cualquiera que pruebe uno de los prototipos de Oculus Rift puede atestiguar que el grado de inmersión que se pueden conseguir con unas gafas de realidad virtual es mucho mayor que una simple pantalla. No es sólo disponer de un mayor campo visual; la experiencia de usuario cambia radicalmente, hasta el punto de hacer sentir al usuario cuestionarse la realidad que percibe. Como bien planteaba Morpheo en una conocida secuencia de la película Matrix: “¿Qué es real? ¿De qué modo definirías real? Si te refieres a lo que puedes sentir, a lo que puedes oler, a lo que puedes saborear y ver… lo real podría ser señales eléctricas interpretadas por tu cerebro.”
Cuestiones filosóficas aparte, esta reflexión describe bien la situación tecnológica actual, en la que la posibilidad de ofrecer entornos virtuales completamente inmersivos se ha convertido –paradójicamente– en una realidad. Superados los rotundos fracasos comerciales del pasado (como la infravalorada Virtual Boy), la rápida evolución de los dispositivos móviles y de los sistemas de movimiento ha permitido la aparición de una nueva generación de gafas de realidad virtual que, por fin, se ajustan a las expectativas generadas por décadas de películas de ciencia ficción.
Gracias al esfuerzo y trabajo de numerosos desarrolladores de middleware para ofrecer soporte para este nuevo modelo de interacción humano-ordenador, todo augura que en un futuro cercano veremos toda clase de aplicaciones diseñadas específicamente para aprovechar sus ventajas. Por el momento, la tecnología actual aún tiene que refinarse bastante y aunque el éxito de Oculus ha propiciado la aparición de soluciones similares (como el proyecto Morpheus de Sony o las gafas vrAse), aún quedan varios años antes de que esta tecnología sea accesible para la mayor parte del público. Aún así, merece la pena seguir con detenimiento esta nueva ola tecnológica, porque promete revolucionar no sólo la manera en la que entendemos nuestra relación con los ordenadores sino también con nuestra percepción de la realidad.